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Mensaje por Emma J. Evans Miér Sep 02, 2015 5:17 pm

Luego de una eterna noche de trabajo, finalmente pude terminar un trabajo de la universidad que me tenía a mal traer. Había estado batallando con él desde hace varios días, y, anoche, en un golpe de inspiración se me ocurrió cómo podría resolverlo. Abrí la ventana de mi cuarto, dejando que entrara la luz de lo que yo pensé que sería el amanecer, aunque al parecer había pasado más tiempo del que me esperaba. Sorprendida, me fijé la hora en el despertador sobre mi mesa de luz, y me di cuenta d que ya estábamos casi en el medio día, y ni siquiera me había encargado del almuerzo. Di un largo suspiro, cansada; no era tal la falta de sueño, pero claramente tenía la cabeza abombada de tanto estudio, y algo dentro de mí me pedía aire fresco a gritos. Me puse algo en los pies y fui rápidamente hasta la cocina, a ver si conseguía hacer algo rápido y ya terminar con el asunto del almuerzo, aunque a decir verdad no tenía muchas cosas mías en la heladera. Me agaché para revisar los estantes de más abajo, donde tenía la verdura, donde encontré un tupper con arvejas, así que lo dejé sobre la mesada y, al ponerme de pie, tomé un huevo, para luego cerrar la heladera. Tomé un cacharro de debajo de la mesada y volqué en el las arvejas, agregué el huevo y le puse un poco de condimento que había guardado en la alacena. Lo puse en una hornalla, a fuego bajo y lo revolví un poco hasta que el huevo había tomado consistencia, y ya terminado me lo comí bastante rápido. Tomé un vaso entero de agua y luego decidí salir a correr un poco, para despejar la mente.
Al salir de la fraternidad se me encandilaron un poco los ojos al estar a la luz directa del sol, pero a los pocos segundos ya me había acostumbrado. Llevaba puesta una musculosa blanca, un short de jean negro, y una camperita azul abierta; en mi cuello tenía puesta una bufanda, aunque no hacía frío, pero ya era la costumbre, tapando el collar que llevaba puesto hasta cuando me bañaba. Me puse los auriculares que salían de un pequeño reproductor de música enganchado a mi cinturón, y comencé a correr, alejándome de la universidad. Trataba de no pensar en la universidad, en los exámenes que se aproximaban y los trabajos que debía terminar, pero no podía evitarlo de tanto en tanto. De todas formas, lograba mantener mi mente ocupada con cosas sin importancia, como la apariencia de un chico que al parecer se había puesto la remera al revés y no se había dado cuenta –o sí-, o como las aves volaban de un árbol a otro, quién sabe con qué necesidad. Cada vez que iba a cruzar la calle me detenía para comprobar que no se acercara ningún auto se aproximara, pero seguía trotando en el lugar, ya que volver a empezar cada vez que iba a cruzar la calle me iba a cansar más. A decir verdad, luego de unos minutos dejé de prestarle atención a lo que me rodeaba y cantaba en mi mente las canciones que se iban reproduciendo, bueno, de tanto en tanto me daba cuenta de que las estaba tarareando y rápidamente cerraba la boca, un poco avergonzada, pero más o menos había dejado la mente en blanco, hasta cruzarme con una enorme y antigua edificación. Sus característicos vidrios de colores y la cruz en el techo como un pararrayos me hizo recordar un poco a mi pasado, cuando vivía dentro de una iglesia, por lo que de alguna forma sentí el deseo de ingresar, por curiosidad. Quería saber cómo se sentiría volver a entrar, o por lo menos ir a agradecerle a Dios por cuanto había mejorado mi vida desde ese entonces.
Apenas abrí las grandes puertas de madera y metal, sentí un olor a incienso que me traía muchos recuerdos. Se disponían todas las filas de bancos a lo largo de la capilla, quedando enfrentados con el altar, donde en sacerdote se encargaba de dar su sermón a todos los religiosos que se acercaban a las misas, aunque en ese momento no veía a nadie más por ahí. Sin prestarle mucha atención a eso, apagué la música y me saqué los auriculares, ya que me parecía una falta de respeto. Me acerqué al banco de más enfrente y me arrodillé, apoyando mis manos sobre él, mientras agachaba la cabeza y comenzaba a rezar, aunque solo en mi mente, sin pronunciar palabra alguna. No entendía cuál era la necesidad de decir las cosas en voz alta, para mí ya la gratitud o dolor que sentía uno mismo era suficiente.
Emma J. Evans
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Mensaje por Lior Karael Bentton Mar Sep 08, 2015 6:50 am

Como todos los días me levanté temprano, recé, me vestí y almorcé tranquilamente, sin prisa. Quizá las seis era una hora demasiado de mañana para despertar, sobretodo si se tenía en cuenta que las clases no comenzaban hasta dos horas y media más tarde, pero odiaba ir con prisas. Era muy reconfortante saber que podía estar diez minutos de más dando vueltas, preparar sin prisa la comida para tener energías suficientes como para no decaer, vestirme acorde al tiempo -distrayéndome mirando por la ventana más de lo que debería- y rezar para dar las gracias por todo lo que tenía de alma y corazón. No me importaba irme a dormir temprano para ello, porque poder pasear mientras la escuela se sacaba la pereza de encima era una rutina encantadora. Sin embargo aquel día era domingo, y ni siquiera los clubes deportivos se atrevían a perturbar la paz del día más sagrado de la semana. Fueran creyentes o no, todo el mundo disfrutaba los domingos como si fuera el último día de su vida, ya fuera en la cama durmiendo o haciendo actividades varias para sentirse satisfecho con uno mismo. Yo era un hombre bastante flexible, pero habían ciertos rituales que odiaría no cumplir, fuera por las razones que fuesen. Recientemente había añadido uno, que, sin dada, era mi favorito. Quince o veinte minutos antes de que comenzaran las clases pasaba por el despacho de Micael, mi querido Micael, y entablaba una corta pero más que agradecida conversación, asegurándome de que el día comenzaba a la perfección.

Claro que lo más probable era que todavía estuviera durmiendo, así que decidí seguir con mi costumbre de ir a rezar a la ciudad, en una pequeña y antigua capilla. Blanca, con grandes puertas y hermosos ventanales que dibujaban formas y figuras de colores en el suelo a aquellas horas de la mañana. La luz era cálida, y el interior estaba constantemente perfumado por un delicioso aroma de incienso, sutil pero persistente. Al llegar -caminando, pese a la distancia- respiré hondo, risueño, y dibujé la cruz con mi mano, dando un último beso antes de acercarme a uno de los bancos. Me arrodillé con algo de pesadez, sintiendo el cansancio que sin quererlo se acumulaba, y solté un suave suspiro mientras juntaba las manos y cruzaba los dedos, apoyando la frente en ellos. Cerré los ojos y agradecí de nuevo a Dios todo lo que tenía.

Gracias, oh, señor, por la suerte que me has brindado. Por la comida que me alimenta cada día, la salud que me permite trabajar, y las personas que enriquecen mi vida. Gracias por las segundas oportunidades y... Y gracias, gracias por devolverme a Micael. Sé que es un regalo tuyo, una prueba para poder ser feliz, y jamás podré agradecerte lo suficiente que lo hayas devuelto a mi lado. No dejaré que vuelva a ser infeliz, y no me importará pasar por los peores infiernos, pero... por favor, y como último favor que te pido. No dejes que se aleje de nuevo...

Solté el aire lentamente por la nariz y dibujé la cruz de nuevo, susurrando un suave "amén" que apenas se oyó. Me acerqué a las velas y encendí una, rezando un poco de nuevo. Quizá era pesado, repetitivo y cansino, pero ciertamente sentía que no había manera de que le agradeciera al Señor toda la felicidad que repicaba en mi pecho. Aquello, seguir creyendo en él e intentar enseñar sus lecciones a las nuevas generaciones, era lo único que podía hacer para gratificarle... Aunque Él sabe que haría lo que fuera, y estoy seguro de que si algún día encuentra una misión para la que sea digno me lo hará saber. Sólo confío en ser capaz de entender sus señales.

Hablé un poco con el sacerdote de la iglesia antes de que se dispusiera a cumplir con sus obligaciones, predicando el sermón con las mismas ganas de siempre. A punto estaba de irme, pues yo también tenía cosas que hacer, pero me topé con una cara, dulce y tierna, a la que conocía bien. Sonreí al reconocerla, recordando. Me acerqué y me senté cerca, esperando pacientemente a que terminara de rezar. Uno nunca debe interrumpir las plegarias de los demás, por muy importante que sea la cuestión que te apremia. En cuanto terminó ensanché mi sonrisa eterna y la miré con cariño.-¿Me recuerdas?-pregunté hablando bajo, respetando el silencio del edificio.
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